«Lo único que quiero es que no me vuelvan a violar». La declaración de Mireya, una mujer en situación de calle, con consumo problemático de alcohol y otras drogas, quedó resonando en la sala. La lacerante declaración fue en respuesta a qué esperaba Mireya de su potencial rehabilitación en uno de los programas de las fundaciones Hogar de Cristo. Mientras sus compañeros aspiraban a recuperar a sus familias, sus trabajos, sus vidas, ella quería simplemente superar la expresión más brutal del abuso que puede padecer una mujer: la violación sexual sistemática. Siete veces había sido abusada y, pese a su dependencia del alcohol y las drogas, era tal su horror a repetir la experiencia de ultraje que por sí misma había desarrollado precarias medidas de autoprotección: intentar «no borrarse» por la noche, no dormir en ciertos sectores reconocidos como más peligrosos.
Las demás mujeres, las terapeutas, las asistentes sociales, las que oyeron su clamor esa tarde, se fueron impactadas. La mayoría de las mujeres, las que no tenemos la experiencia de vivir en la calle, no queremos que nos violen, pero Mireya rogaba que no la violaran más. Ese era «el desde» de su reivindicación.
Hoy vivimos una revolución social explosiva, paralizando universidades y liceos del país, que se declaran en toma por la causa de una educación no sexista y por protocolos que regulen el abuso. La «ola feminista», como bautizó la prensa el fenómeno, que los sociólogos inscriben en una «tercera ola» del movimiento, gatilló una rápida reacción del gobierno de Piñera con 12 medidas.
Muchos han comparado la fuerza de este movimiento con la de los pingüinos de 2011, pero el de ahora tiene mayor alcance y popularidad, según las encuestas. Como profesional del trabajo en poblaciones vulnerables, he sido testigo de la fuerza de la mujer que vive en condiciones de pobreza y que sigue postergada por la urgencia de su sobrevivencia y de sus hijos, por eso me surge una comparación entre ambos movimientos: tal como el primero clamaba por una educación gratuita, universal y de calidad, pero nunca consideró dentro de sus demandas a los casi 78 mil niños y jóvenes que están fuera del sistema escolar, a los más vulnerables del sistema, ahora las peticiones tampoco aluden de modo directo a las mujeres que viven en situación de pobreza y que, por esa condición, padecen vulneraciones y vejaciones cotidianas, que no se solucionan con protocolos, como es el caso de Mireya.
Algunos datos: dentro de la oferta de tratamiento de consumo problemático de alcohol y drogas que hay en Chile, solo el 12,5% está orientado a las mujeres. La capacidad de atención mensual para mujeres en el Senda alcanza a 798 usuarias, mientras que para hombres es de 5.758 usuarios. El 57,3% de los adultos mayores en nuestro país son mujeres, lo que se acentúa sobre los 75 años y más, en que las mujeres constituyen el 61,2%. Ligado estrechamente a esto, los adultos mayores con dependencia funcional que reciben cuidados en su hogar, en un 66,6% son atendidos por mujeres, cuestión que limita los estudios y el ingreso al mundo laboral de las chilenas más pobres. Esto explica en parte que dentro de las jóvenes excluidas del sistema escolar, el 70% de ellas nunca logre ingresar a la fuerza laboral. Tampoco es raro que en los hogares en situación de pobreza, el porcentaje de jefatura femenina sea mayor que en los hogares no pobres (49% versus 38,3%). En cuanto a ingreso, si comparamos el porcentaje de mujeres y hombres que se encuentran en cada tramo de sueldos, el de 0 a 194 mil pesos mensuales es el que tiene mayor presencia de mujeres. Y mientras la mayoría de los trabajadores hombres recibe, en promedio, $520.936 por su ocupación principal, las mujeres llegan a $383.853.
Podríamos seguir, pero es evidente que la ola feminista debería incluir dentro de sus demandas el factor solidaridad y poner el foco en las más pobres y vulnerables, como Mireya, para que su clamor sea escuchado, las soluciones lleguen y lograr que no las sigan violando.
Liliana Cortés
Directora de la Fundación Súmate
Fuente: El Mercurio.